LA MUJER ÍNTEGRA
Todos los seres humanos poseemos una imagen arquetípica femenina y masculina internas, a las que Jung llamó anima y animus. Si bien solemos definirnos en función de nuestro género sexual, nuestra realidad psíquica indica que somos andróginos, palabra que proviene del griego andros: hombre, y gynos: mujer. Estos arquetipos ejercen una influencia poderosa en todos los ámbitos de la vida, especialmente en nuestras relaciones interpersonales. Debido a que han estado proyectados en el sexo opuesto, en lugar de conducir a la plenitud personal, han conducido al conflicto, al enfrentamiento y a la separatividad.
En este taller exploraremos cómo integrar los propios aspectos femeninos (receptividad, intuición, conexión profunda con el cuerpo, las emociones y los vínculos) y los aspectos masculinos (autoafirmación, logro de metas, conexión con el nivel mental racional y lógico). Mediante distintas técnicas - meditación activa, interpretación de sueños y mitos, visualizaciones - investigaremos los mandatos y estereotipos que hemos internalizado (la forma en que creemos que deberíamos ser), las máscaras y estrategias que empleamos para obtener aprobación, y cómo liberar las emociones reprimidas/en sombra a fin de identificar, aceptar y expresar genuinamente nuestra manera individual y única de ser mujer.
Sábado 21 de noviembre de 10:00 a 18:00 horas.
Lic. Alicia Schmoller - 4784-8473.
sábado, 31 de octubre de 2009
domingo, 2 de agosto de 2009
viernes, 3 de julio de 2009
¿QUIÉNES SOMOS? (adaptado de mi libro La Sombra: cómo iluminar nuestros aspectos ocultos, y publicado en Conciencia Sin Fronteras)
-¿Y tú quién eres?- preguntó la oruga.
Alicia respondió, tímidamente: - Yo...ahora no estoy segura. Pero al menos sé quién era cuando me levanté esta mañana, aunque desde entonces debo haber cambiado varias veces. Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas.
En todo ser humano existen varias sub-personalidades o yoes. Solemos creer que somos seres congruentes e integrados, con una identidad única. Sin embargo, al igual que el cuerpo físico está formado por diferentes órganos y sistemas, la característica esencial de la psique es la multiplicidad. Además de nuestra familia externa, compuesta por padres, hermanos y otros parientes, tenemos una familia interna, una comunidad interior multifacética.
Nuestros distintos yoes son relativamente independientes y autónomos. Cada uno tiene sus propias necesidades, impulsos, deseos y opiniones, llegando incluso a diferenciarse en sus gestos y posturas corporales. Algunos forman parte de nuestra identidad consciente, y por lo tanto, los reconocemos con facilidad. Su contraparte son los yoes que existen en la sombra, y que reprimimos a fin de mantener nuestra auto-imagen consciente y/o para preservar nuestros vínculos con los demás.
Percibir nuestra multiplicidad nos permite comprender cambios de conducta, tanto propios como ajenos, que con frecuencia nos resultan desconcertantes. Es común tomar una decisión, como ponernos a dieta, estudiar un idioma, o dejar de fumar, para luego abandonar estos proyectos debido a que surgen otros yoes que no tienen ninguna intención de realizarlos. Un proceso similar ocurre cuando un hombre o una mujer le dice a su pareja que la ama profundamente para exhibir luego una serie de actitudes indiferentes o distantes, producto de la emergencia de un yo que no desea la intimidad.
Personajes que nos habitan:
Uno de ellos es el yo protector o controlador, cuya función es proteger al niño vulnerable. Surge a una edad muy temprana, se dedica a descubrir los comportamientos premiados y castigados, y crea un conjunto de reglas que deben ser obedecidas en todo momento. Tiende a ejercer su control sobre la propia conducta y la de quienes nos rodean, y es sumamente rígido y estructurado.
El yo incentivador está siempre atento a lo que debemos hacer. Confecciona listas minuciosas y detalladas con infinidad de quehaceres, y una vez cumplidos, inmediatamente agrega otros. Su función es estimularnos constantemente para sentir que somos exitosos. No obstante, su carácter compulsivo nos impide relajarnos y tener un contacto profundo con nosotros mismos y con los demás, y muchas veces percibimos su presencia por medio de síntomas físicos: dolores de cabeza, presión sanguínea elevada, contracturas musculares e insomnio.
El yo perfeccionista tiene un elevado nivel de exigencias en todos los planos. Nos impone tener un aspecto perfecto, vestirnos de acuerdo a la última moda, tener una pareja, hijos y un hogar también perfectos, un automóvil último modelo, o al menos impecable y lustrado, y ser siempre los mejores en todo. Durante una sesión en la que trabajamos este aspecto, Jorge, un odontólogo de 58 años, me dijo que su perfeccionista interior le resultaba imprescindible. Creía que sin él, su vida sería un desastre, ya que se dejaría estar, no estudiaría ni haría deportes y tampoco trabajaría todos los días como solía hacerlo. Afortunadamente, logró darse cuenta de las demandas excesivas de este aspecto, y aprendió a regular su intensidad.
El yo crítico se dedica a censurarnos constantemente. No hay logro que baste: siempre encuentra algo que hemos hecho mal. Tiene un talento increíble para detectar todos nuestros errores y defectos, reales e imaginarios, y hacérnoslos notar, y sus tácticas son la comparación con los demás y la descalificación permanente. No se pierde ningún detalle, y toda área, desde nuestro aspecto físico hasta nuestra evolución espiritual, es válida para mostrarnos cuán poco valemos.
Otro integrante de este selecto grupo es el yo complaciente, cuyo objetivo es asegurarse que siempre sabremos qué hacer para satisfacer a los demás. Posee una gran capacidad para percibir lo que otros desean y brindárselo, aún cuando implique postergar o negar los propios deseos y necesidades.
Los yoes repudiados provienen de la represión de instintos y emociones básicas que consideramos negativos, como la ira, el egoísmo, la maldad, y el instinto sexual. En ocasiones adoptamos una actitud quirúrgica con estos personajes, como si los pudiéramos extirpar. Esto genera una especie de círculo vicioso: se intensifica tanto el temor que les tenemos como nuestro intento por reprimirlos, y lo único que logramos es que adquieran más poder. El estrés, la fatiga crónica y la depresión suelen tener su raíz en la represión de estos aspectos.
El yo víctima o mártir siempre se queja de lo mal que le va en la vida, y de la falta de reconocimiento e ingratitud de sus seres queridos. El yo saboteador es el que “nos juega en contra”, conduciéndonos al fracaso, que muchas veces se debe a un temor inconsciente al éxito. El yo pesimista nos hace suponer problemas y dificultades inexistentes. Siempre espera lo peor, haciendo honor a la frase de Mark Twain, el famoso novelista: “Soy un hombre anciano, y he conocido infinidad de problemas, la mayoría de los cuales sólo existieron en mi propia mente”. Su opuesto, el yo negador, padece de un exceso de optimismo. Nos induce a ignorar los límites, y a incurrir en excesos o descuidos de distinta índole: alimentación inadecuada, falta de preparación para un examen, gasto excesivo de dinero o negligencia en el trabajo, que se justifican de diversas maneras. Enfrentado con las consecuencias de sus acciones, en lugar de modificar su conducta, se refugia en afirmaciones como “No hay mal que dure cien años”, o “Dios proveerá”.
El rechazo de cualquier yo o subpersonalidad impide su evolución. Si repudio a mi yo vulnerable o necesitado, y me identifico exclusivamente con mi yo independiente, mis necesidades insatisfechas seguirán viviendo en la sombra. Por el contrario, si me conecto con él para ver qué necesita y cómo brindárselo, estaré contribuyendo a su transformación potencial.
El grado de intensidad de los personajes internos es netamente individual. Cuando se encuentran presentes en una dosis moderada, cumplen una función útil. Sin embargo, tienden a caracterizarse por hacer caso omiso a la inscripción del templo de Apolo en Delfos, que indicaba: “Nada en exceso”.
Pese a ser necesarios cuando somos pequeños, tienden a eternizarse, y cuando llegamos a la adultez, pueden dificultar o impedir nuestra vinculación profunda y auténtica con los demás. Por más que tratan de obligarnos a seguir las pautas que, a su entender, son necesarias para obtener la aprobación y el amor de quienes nos rodean, sus intentos fracasan. No existe ningún sustituto válido para el amor y la aprobación internos, y por más demostraciones de afecto que logremos recibir por su intermedio, nunca creeremos en ellas si se basan en la distorsión y el ocultamiento de nuestras características reales.
Algunas sub-personalidades conviven pacíficamente; otras tienen una relación signada por el conflicto. Tomar conciencia de la multiplicidad de aspectos nos permite descubrir cuáles se manifiestan en cada momento, y lograr una conciliación entre ellos, teniendo en cuenta sus anhelos y necesidades respectivos.
El niño interno es un personaje que se manifiesta con gran frecuencia. Independientemente de nuestra edad cronológica, tendemos a actuar como niños frente a nuestros padres. También solemos actuar de manera infantil frente a otras figuras de autoridad, ya sea nuestro jefe, un policía, o las personas que admiramos, como los “ricos y famosos”.
No hay un niño interior único sino una especie de jardín de infantes, compuesto por los diversos niños que han quedado constelados en cada individuo. Así, pueden coexistir el niño mimado, el niño abandonado, el niño bueno, el niño malvado, el niño responsable, el niño prepotente, el niño desvalido, el niño creativo...
En épocas de crisis, o cuando nos encontramos en situaciones que representan un desafío, los niños internos se activan de manera automática, haciéndonos sentir que no tenemos la capacidad para enfrentarlas. Esto es cierto: los niños no disponen de una gran variedad de recursos, y necesitamos recurrir a yoes más maduros y adultos en lugar de quedar atrapados por nuestros aspectos infantiles.
Nuestro contexto tiene un efecto inductor. Hay circunstancias que fomentan la expresión de algunas sub-personalidades y la inhibición de otras. El yo madre o padre, el yo pareja, el yo perezoso, el yo profesional o laboral y el yo inseguro son muy diferentes. Algunos personajes internos permanecen siempre iguales – por ejemplo, el niño carenciado o la niña asustada – mientras que otros evolucionan y se transforman.
Hay aspectos a las que sólo podemos acceder desde otro nivel de conciencia. Cuando estoy meditando, surge un yo que suele tener gran claridad y respuestas profundas que me permiten comprender el sentido de algún proceso o el significado de un sueño. Por el contrario, mi yo escéptico y desconfiado descree todo, incluso lo que estoy escribiendo en este preciso instante.
Cuando participé por primera vez en un curso de Visualización Creativa, uno de los ejercicios consistía en formular diariamente dos preguntas. Luego de ingresar en un estado de conciencia expandida, se debía visualizar la figura de algún maestro, plantearle las preguntas, y anotar sus respuestas sin modificarlas ni evaluarlas. Pese a mi incredulidad inicial, el resultado era asombroso, particularmente cuando volvía a leer las respuestas obtenidas unos días más tarde.
Cuando se utiliza este tipo de técnica puede aparecer la imagen de un amigo, un familiar, un maestro espiritual, o una imagen simbólica: el viento, una flor, o la sensación de una presencia invisible. Lo importante no es la imagen en sí, sino lo que ésta simboliza: la conexión con un aspecto sabio que existe más allá de nuestro estado de conciencia habitual. Tenemos a nuestra disposición recursos muy vastos que nos haría bien conocer y emplear - de ahí la importancia de practicar alguna disciplina que nos permita valernos de ellos, como la meditación, la visualización, el yoga, la relajación o algún método de respiración consciente, como el Pranayama.
Realizarlas con regularidad facilita el ingreso a estados de conciencia ampliada o expandida – podría compararse con ejercitar un músculo que se vuelve cada vez más fuerte y elástico.
Sin embargo, nos cuesta ser constantes. Si bien hay yoes que desean vivir en un estado de equilibrio y armonía, otros no desean renunciar al beneficio secundario que nos brindan los conflictos y a la adrenalina de nuestras crisis.
El inconsciente no distingue entre placer y dolor – registra la intensidad de las situaciones. Pese a no saberlo o admitirlo conscientemente, a veces nos aferramos a nuestras dificultades. El personaje del “rey o reina del drama” pone en evidencia nuestra adicción a la intensidad. Ésta sirve para compensar la sensación de vacío, falta de sentido e insignificancia, y es una forma de inflación del ego que nos impide descubrir y apreciar facetas desconocidas e insospechadas en lo habitual y cotidiano.
Algunos personajes internos tienen un rol compensatorio. Las personas que actúan predominantemente desde su yo intelectual o racional frecuentemente emplean a su mente de manera defensiva. Se protegen de la intensidad de sus emociones, que permanecen en la sombra, burlándose de la sensibilidad de otros. A su vez, las personas sentimentales y emotivas tienden a descalificar a los intelectuales; se sienten inseguras o incompetentes en ese plano y no registran que en su sombra existe un aspecto intelectual sumamente desarrollado.
Hay personas que se muestran muy masculinas, firmes y decididas, y que desconocen que albergan en su interior un aspecto femenino, o anima, muy tierno y cálido; lo mismo ocurre con las personas que aparentan ser totalmente independientes, y que critican a quienes se muestran inseguros o necesitados, ya que en su inconsciente encontraremos la polaridad opuesta.
La multiplicidad está compuesta por oposiciones, y al igual que un péndulo, tendemos a oscilar entre los diferentes polos. Gabriela, una paciente, solía pasar por épocas en las que sólo consumía la así llamada comida chatarra: hamburguesas, panchos, papas fritas, y dulces. Pese a que no aumentaba de peso, cada tanto decidía comenzar una etapa de “purificación”, y se limitaba a comer frutas y verduras, ingiriendo además una serie de vitaminas, minerales y antioxidantes.
Toda actitud consciente implica la existencia de su contraparte a nivel de la sombra, y la identificación exclusiva con algunos yoes conduce a la irrupción de los aspectos opuestos para equilibrarnos. Si tiendo a actuar siempre de manera mesurada y ahorrativa, en algún momento aparecerá “la gastadora”; si me polarizo del lado de la bondad y la conciliación, tarde o temprano hará su aparición en escena mi yo contencioso y peleador.
Descubrir los múltiples aspectos que viven en nuestro interior permite comprender contradicciones aparentes. Contradecir - “decir en contra” - significa afirmar aspectos opuestos. Cuando tenemos pensamientos y sentimientos contradictorios, es común preguntarnos cuál es la verdad; ésta es relativa, y depende del yo que se está expresando.
El Self, o sí-mismo, el arquetipo de la unión de los opuestos, logra integrarlos en una síntesis que los trasciende. Tomar conciencia de la sombra requiere la capacidad para tolerar las oposiciones, en lugar de funcionar desde la conciencia infantil que ve todo como si fuera blanco o negro, y en consecuencia, se limita a aceptar o rechazar, a idealizar o denigrar.
De acuerdo al Tao Te Ching, “Al tener conciencia de lo bello, se tiene conciencia de lo feo. Existencia y no existencia se engendran mutuamente; también lo hacen lo difícil y lo fácil, lo largo y lo corto, lo alto y lo bajo, el sonido y el silencio”.
Cuando les damos su lugar a las energías en oposición, los opuestos se vuelven complementarios y encuentran una relación de cooperación. Si toleramos la tensión entre aspectos divergentes sin polarizarnos, surgirá una tercera opción.
Nuestro bienestar psíquico depende de la oscilación armónica entre los diversos personaje internos. En La Estructura y Dinámica de la Psique, Jung relata la historia de un jefe indio, un guerrero a quien en la mitad de la vida se le apareció el Gran Espíritu en un sueño. Éste le anunció que a partir de ese momento, debía sentarse junto a las mujeres y los niños, vestirse con ropa de mujer y comer la comida reservada para éstas. El jefe obedeció este mensaje sin perder su autoridad: sabía que había expresado plenamente su aspecto masculino y que necesitaba explorar su aspecto femenino.
La polarización nos deja con un repertorio limitado, mientras que la aceptación nos permite darle su lugar a los diferentes yoes y concederle validez a la totalidad de nuestro panorama interno.
Nuestra identidad no es fija ni inmutable, y se modifica a lo largo del tiempo. En las sociedades tribales existían rituales que requerían la capacidad para soportar el dolor, marcando así el final de la infancia – el dolor era necesario para generar la aparición de un yo adulto. Las transiciones y las crisis estimulan la aparición de yoes nuevos, siempre y cuando no quedemos adheridos a otros, como el yo víctima o el yo resentido.
Ingresar en la adultez es un proceso que puede resultar difícil para muchas personas, y la riqueza potencial de esta etapa se encuentra eclipsada por nuestra obsesión por conservar la juventud, ese “divino tesoro”. Tenemos una visión prejuiciosa y deprimente del envejecimiento, que asociamos con la pérdida de poder y prestigio. No obstante, los yoes ancianos poseen gran sabiduría y experiencia, y al igual que sus acompañantes más jóvenes, necesitan ser incluidos y valorados.
Aceptar la multiplicidad, y los aspectos de la sombra que incluye, requiere dejar de comparar y juzgar, y renunciar a la necesidad compulsiva de entender inmediatamente todo lo que nos ocurre. Solemos compararnos con los demás en una especie de competencia constante - actuamos una versión moderna de la reina del cuento de Blancanieves, formulando diariamente la pregunta: “Espejito, espejito, dime: ¿quién es la más bella de todo el reino?”. La cualidad anhelada varía: belleza, inteligencia, fama o poder, pero el deseo subyacente es siempre el mismo: ser los mejores.
La tendencia a la comparación y el juicio se extiende a todas nuestras experiencias. Como si se tratara de un reflejo condicionado o un tic nervioso incontrolable, comparamos y juzgamos todo – las vacaciones de este año con las del año pasado, nuestro automóvil con el del vecino, nuestra pareja con la de los amigos, y nuestro nivel de ingresos con el de otros colegas. Este es un proceso interminable, porque el resultado siempre es transitorio, y el triunfo de hoy puede ser la derrota de mañana. Al igual que el patito feo, que sufría porque no era como los demás, la comparación nos impide reconocer nuestra propia belleza.
De acuerdo a la Madre Teresa de Calcuta, si nos dedicamos a juzgar a otros, no nos queda tiempo para amarlos. Aceptar a todos nuestros personajes internos sin expectativas idealizadas facilita el desarrollo del amor incondicional hacia nosotros mismos y los demás.
A su vez, renunciar a entender no significa convertirnos en seres descerebrados, sino dejar de considerar al intelecto como el instrumento básico para nuestra aprehensión del mundo. La necesidad constante de comprender obstruye el contacto con nuestras vivencias, conduce al pensamiento recurrente y dificulta el desarrollo de otras funciones psíquicas, como la sensación y la intuición.
Nuestras ideas preconcebidas en cuanto a cómo debería ser nuestra vida nos impiden estar en el presente, vivirlo tal como es, y apreciar lo que nos puede brindar cada instante.
Reconocer nuestra multiplicidad nos permite renunciar a las identificaciones parciales y limitadas, y abre el camino para descubrir la riqueza oculta de la totalidad de nuestro ser.
-¿Y tú quién eres?- preguntó la oruga.
Alicia respondió, tímidamente: - Yo...ahora no estoy segura. Pero al menos sé quién era cuando me levanté esta mañana, aunque desde entonces debo haber cambiado varias veces. Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas.
En todo ser humano existen varias sub-personalidades o yoes. Solemos creer que somos seres congruentes e integrados, con una identidad única. Sin embargo, al igual que el cuerpo físico está formado por diferentes órganos y sistemas, la característica esencial de la psique es la multiplicidad. Además de nuestra familia externa, compuesta por padres, hermanos y otros parientes, tenemos una familia interna, una comunidad interior multifacética.
Nuestros distintos yoes son relativamente independientes y autónomos. Cada uno tiene sus propias necesidades, impulsos, deseos y opiniones, llegando incluso a diferenciarse en sus gestos y posturas corporales. Algunos forman parte de nuestra identidad consciente, y por lo tanto, los reconocemos con facilidad. Su contraparte son los yoes que existen en la sombra, y que reprimimos a fin de mantener nuestra auto-imagen consciente y/o para preservar nuestros vínculos con los demás.
Percibir nuestra multiplicidad nos permite comprender cambios de conducta, tanto propios como ajenos, que con frecuencia nos resultan desconcertantes. Es común tomar una decisión, como ponernos a dieta, estudiar un idioma, o dejar de fumar, para luego abandonar estos proyectos debido a que surgen otros yoes que no tienen ninguna intención de realizarlos. Un proceso similar ocurre cuando un hombre o una mujer le dice a su pareja que la ama profundamente para exhibir luego una serie de actitudes indiferentes o distantes, producto de la emergencia de un yo que no desea la intimidad.
Personajes que nos habitan:
Uno de ellos es el yo protector o controlador, cuya función es proteger al niño vulnerable. Surge a una edad muy temprana, se dedica a descubrir los comportamientos premiados y castigados, y crea un conjunto de reglas que deben ser obedecidas en todo momento. Tiende a ejercer su control sobre la propia conducta y la de quienes nos rodean, y es sumamente rígido y estructurado.
El yo incentivador está siempre atento a lo que debemos hacer. Confecciona listas minuciosas y detalladas con infinidad de quehaceres, y una vez cumplidos, inmediatamente agrega otros. Su función es estimularnos constantemente para sentir que somos exitosos. No obstante, su carácter compulsivo nos impide relajarnos y tener un contacto profundo con nosotros mismos y con los demás, y muchas veces percibimos su presencia por medio de síntomas físicos: dolores de cabeza, presión sanguínea elevada, contracturas musculares e insomnio.
El yo perfeccionista tiene un elevado nivel de exigencias en todos los planos. Nos impone tener un aspecto perfecto, vestirnos de acuerdo a la última moda, tener una pareja, hijos y un hogar también perfectos, un automóvil último modelo, o al menos impecable y lustrado, y ser siempre los mejores en todo. Durante una sesión en la que trabajamos este aspecto, Jorge, un odontólogo de 58 años, me dijo que su perfeccionista interior le resultaba imprescindible. Creía que sin él, su vida sería un desastre, ya que se dejaría estar, no estudiaría ni haría deportes y tampoco trabajaría todos los días como solía hacerlo. Afortunadamente, logró darse cuenta de las demandas excesivas de este aspecto, y aprendió a regular su intensidad.
El yo crítico se dedica a censurarnos constantemente. No hay logro que baste: siempre encuentra algo que hemos hecho mal. Tiene un talento increíble para detectar todos nuestros errores y defectos, reales e imaginarios, y hacérnoslos notar, y sus tácticas son la comparación con los demás y la descalificación permanente. No se pierde ningún detalle, y toda área, desde nuestro aspecto físico hasta nuestra evolución espiritual, es válida para mostrarnos cuán poco valemos.
Otro integrante de este selecto grupo es el yo complaciente, cuyo objetivo es asegurarse que siempre sabremos qué hacer para satisfacer a los demás. Posee una gran capacidad para percibir lo que otros desean y brindárselo, aún cuando implique postergar o negar los propios deseos y necesidades.
Los yoes repudiados provienen de la represión de instintos y emociones básicas que consideramos negativos, como la ira, el egoísmo, la maldad, y el instinto sexual. En ocasiones adoptamos una actitud quirúrgica con estos personajes, como si los pudiéramos extirpar. Esto genera una especie de círculo vicioso: se intensifica tanto el temor que les tenemos como nuestro intento por reprimirlos, y lo único que logramos es que adquieran más poder. El estrés, la fatiga crónica y la depresión suelen tener su raíz en la represión de estos aspectos.
El yo víctima o mártir siempre se queja de lo mal que le va en la vida, y de la falta de reconocimiento e ingratitud de sus seres queridos. El yo saboteador es el que “nos juega en contra”, conduciéndonos al fracaso, que muchas veces se debe a un temor inconsciente al éxito. El yo pesimista nos hace suponer problemas y dificultades inexistentes. Siempre espera lo peor, haciendo honor a la frase de Mark Twain, el famoso novelista: “Soy un hombre anciano, y he conocido infinidad de problemas, la mayoría de los cuales sólo existieron en mi propia mente”. Su opuesto, el yo negador, padece de un exceso de optimismo. Nos induce a ignorar los límites, y a incurrir en excesos o descuidos de distinta índole: alimentación inadecuada, falta de preparación para un examen, gasto excesivo de dinero o negligencia en el trabajo, que se justifican de diversas maneras. Enfrentado con las consecuencias de sus acciones, en lugar de modificar su conducta, se refugia en afirmaciones como “No hay mal que dure cien años”, o “Dios proveerá”.
El rechazo de cualquier yo o subpersonalidad impide su evolución. Si repudio a mi yo vulnerable o necesitado, y me identifico exclusivamente con mi yo independiente, mis necesidades insatisfechas seguirán viviendo en la sombra. Por el contrario, si me conecto con él para ver qué necesita y cómo brindárselo, estaré contribuyendo a su transformación potencial.
El grado de intensidad de los personajes internos es netamente individual. Cuando se encuentran presentes en una dosis moderada, cumplen una función útil. Sin embargo, tienden a caracterizarse por hacer caso omiso a la inscripción del templo de Apolo en Delfos, que indicaba: “Nada en exceso”.
Pese a ser necesarios cuando somos pequeños, tienden a eternizarse, y cuando llegamos a la adultez, pueden dificultar o impedir nuestra vinculación profunda y auténtica con los demás. Por más que tratan de obligarnos a seguir las pautas que, a su entender, son necesarias para obtener la aprobación y el amor de quienes nos rodean, sus intentos fracasan. No existe ningún sustituto válido para el amor y la aprobación internos, y por más demostraciones de afecto que logremos recibir por su intermedio, nunca creeremos en ellas si se basan en la distorsión y el ocultamiento de nuestras características reales.
Algunas sub-personalidades conviven pacíficamente; otras tienen una relación signada por el conflicto. Tomar conciencia de la multiplicidad de aspectos nos permite descubrir cuáles se manifiestan en cada momento, y lograr una conciliación entre ellos, teniendo en cuenta sus anhelos y necesidades respectivos.
El niño interno es un personaje que se manifiesta con gran frecuencia. Independientemente de nuestra edad cronológica, tendemos a actuar como niños frente a nuestros padres. También solemos actuar de manera infantil frente a otras figuras de autoridad, ya sea nuestro jefe, un policía, o las personas que admiramos, como los “ricos y famosos”.
No hay un niño interior único sino una especie de jardín de infantes, compuesto por los diversos niños que han quedado constelados en cada individuo. Así, pueden coexistir el niño mimado, el niño abandonado, el niño bueno, el niño malvado, el niño responsable, el niño prepotente, el niño desvalido, el niño creativo...
En épocas de crisis, o cuando nos encontramos en situaciones que representan un desafío, los niños internos se activan de manera automática, haciéndonos sentir que no tenemos la capacidad para enfrentarlas. Esto es cierto: los niños no disponen de una gran variedad de recursos, y necesitamos recurrir a yoes más maduros y adultos en lugar de quedar atrapados por nuestros aspectos infantiles.
Nuestro contexto tiene un efecto inductor. Hay circunstancias que fomentan la expresión de algunas sub-personalidades y la inhibición de otras. El yo madre o padre, el yo pareja, el yo perezoso, el yo profesional o laboral y el yo inseguro son muy diferentes. Algunos personajes internos permanecen siempre iguales – por ejemplo, el niño carenciado o la niña asustada – mientras que otros evolucionan y se transforman.
Hay aspectos a las que sólo podemos acceder desde otro nivel de conciencia. Cuando estoy meditando, surge un yo que suele tener gran claridad y respuestas profundas que me permiten comprender el sentido de algún proceso o el significado de un sueño. Por el contrario, mi yo escéptico y desconfiado descree todo, incluso lo que estoy escribiendo en este preciso instante.
Cuando participé por primera vez en un curso de Visualización Creativa, uno de los ejercicios consistía en formular diariamente dos preguntas. Luego de ingresar en un estado de conciencia expandida, se debía visualizar la figura de algún maestro, plantearle las preguntas, y anotar sus respuestas sin modificarlas ni evaluarlas. Pese a mi incredulidad inicial, el resultado era asombroso, particularmente cuando volvía a leer las respuestas obtenidas unos días más tarde.
Cuando se utiliza este tipo de técnica puede aparecer la imagen de un amigo, un familiar, un maestro espiritual, o una imagen simbólica: el viento, una flor, o la sensación de una presencia invisible. Lo importante no es la imagen en sí, sino lo que ésta simboliza: la conexión con un aspecto sabio que existe más allá de nuestro estado de conciencia habitual. Tenemos a nuestra disposición recursos muy vastos que nos haría bien conocer y emplear - de ahí la importancia de practicar alguna disciplina que nos permita valernos de ellos, como la meditación, la visualización, el yoga, la relajación o algún método de respiración consciente, como el Pranayama.
Realizarlas con regularidad facilita el ingreso a estados de conciencia ampliada o expandida – podría compararse con ejercitar un músculo que se vuelve cada vez más fuerte y elástico.
Sin embargo, nos cuesta ser constantes. Si bien hay yoes que desean vivir en un estado de equilibrio y armonía, otros no desean renunciar al beneficio secundario que nos brindan los conflictos y a la adrenalina de nuestras crisis.
El inconsciente no distingue entre placer y dolor – registra la intensidad de las situaciones. Pese a no saberlo o admitirlo conscientemente, a veces nos aferramos a nuestras dificultades. El personaje del “rey o reina del drama” pone en evidencia nuestra adicción a la intensidad. Ésta sirve para compensar la sensación de vacío, falta de sentido e insignificancia, y es una forma de inflación del ego que nos impide descubrir y apreciar facetas desconocidas e insospechadas en lo habitual y cotidiano.
Algunos personajes internos tienen un rol compensatorio. Las personas que actúan predominantemente desde su yo intelectual o racional frecuentemente emplean a su mente de manera defensiva. Se protegen de la intensidad de sus emociones, que permanecen en la sombra, burlándose de la sensibilidad de otros. A su vez, las personas sentimentales y emotivas tienden a descalificar a los intelectuales; se sienten inseguras o incompetentes en ese plano y no registran que en su sombra existe un aspecto intelectual sumamente desarrollado.
Hay personas que se muestran muy masculinas, firmes y decididas, y que desconocen que albergan en su interior un aspecto femenino, o anima, muy tierno y cálido; lo mismo ocurre con las personas que aparentan ser totalmente independientes, y que critican a quienes se muestran inseguros o necesitados, ya que en su inconsciente encontraremos la polaridad opuesta.
La multiplicidad está compuesta por oposiciones, y al igual que un péndulo, tendemos a oscilar entre los diferentes polos. Gabriela, una paciente, solía pasar por épocas en las que sólo consumía la así llamada comida chatarra: hamburguesas, panchos, papas fritas, y dulces. Pese a que no aumentaba de peso, cada tanto decidía comenzar una etapa de “purificación”, y se limitaba a comer frutas y verduras, ingiriendo además una serie de vitaminas, minerales y antioxidantes.
Toda actitud consciente implica la existencia de su contraparte a nivel de la sombra, y la identificación exclusiva con algunos yoes conduce a la irrupción de los aspectos opuestos para equilibrarnos. Si tiendo a actuar siempre de manera mesurada y ahorrativa, en algún momento aparecerá “la gastadora”; si me polarizo del lado de la bondad y la conciliación, tarde o temprano hará su aparición en escena mi yo contencioso y peleador.
Descubrir los múltiples aspectos que viven en nuestro interior permite comprender contradicciones aparentes. Contradecir - “decir en contra” - significa afirmar aspectos opuestos. Cuando tenemos pensamientos y sentimientos contradictorios, es común preguntarnos cuál es la verdad; ésta es relativa, y depende del yo que se está expresando.
El Self, o sí-mismo, el arquetipo de la unión de los opuestos, logra integrarlos en una síntesis que los trasciende. Tomar conciencia de la sombra requiere la capacidad para tolerar las oposiciones, en lugar de funcionar desde la conciencia infantil que ve todo como si fuera blanco o negro, y en consecuencia, se limita a aceptar o rechazar, a idealizar o denigrar.
De acuerdo al Tao Te Ching, “Al tener conciencia de lo bello, se tiene conciencia de lo feo. Existencia y no existencia se engendran mutuamente; también lo hacen lo difícil y lo fácil, lo largo y lo corto, lo alto y lo bajo, el sonido y el silencio”.
Cuando les damos su lugar a las energías en oposición, los opuestos se vuelven complementarios y encuentran una relación de cooperación. Si toleramos la tensión entre aspectos divergentes sin polarizarnos, surgirá una tercera opción.
Nuestro bienestar psíquico depende de la oscilación armónica entre los diversos personaje internos. En La Estructura y Dinámica de la Psique, Jung relata la historia de un jefe indio, un guerrero a quien en la mitad de la vida se le apareció el Gran Espíritu en un sueño. Éste le anunció que a partir de ese momento, debía sentarse junto a las mujeres y los niños, vestirse con ropa de mujer y comer la comida reservada para éstas. El jefe obedeció este mensaje sin perder su autoridad: sabía que había expresado plenamente su aspecto masculino y que necesitaba explorar su aspecto femenino.
La polarización nos deja con un repertorio limitado, mientras que la aceptación nos permite darle su lugar a los diferentes yoes y concederle validez a la totalidad de nuestro panorama interno.
Nuestra identidad no es fija ni inmutable, y se modifica a lo largo del tiempo. En las sociedades tribales existían rituales que requerían la capacidad para soportar el dolor, marcando así el final de la infancia – el dolor era necesario para generar la aparición de un yo adulto. Las transiciones y las crisis estimulan la aparición de yoes nuevos, siempre y cuando no quedemos adheridos a otros, como el yo víctima o el yo resentido.
Ingresar en la adultez es un proceso que puede resultar difícil para muchas personas, y la riqueza potencial de esta etapa se encuentra eclipsada por nuestra obsesión por conservar la juventud, ese “divino tesoro”. Tenemos una visión prejuiciosa y deprimente del envejecimiento, que asociamos con la pérdida de poder y prestigio. No obstante, los yoes ancianos poseen gran sabiduría y experiencia, y al igual que sus acompañantes más jóvenes, necesitan ser incluidos y valorados.
Aceptar la multiplicidad, y los aspectos de la sombra que incluye, requiere dejar de comparar y juzgar, y renunciar a la necesidad compulsiva de entender inmediatamente todo lo que nos ocurre. Solemos compararnos con los demás en una especie de competencia constante - actuamos una versión moderna de la reina del cuento de Blancanieves, formulando diariamente la pregunta: “Espejito, espejito, dime: ¿quién es la más bella de todo el reino?”. La cualidad anhelada varía: belleza, inteligencia, fama o poder, pero el deseo subyacente es siempre el mismo: ser los mejores.
La tendencia a la comparación y el juicio se extiende a todas nuestras experiencias. Como si se tratara de un reflejo condicionado o un tic nervioso incontrolable, comparamos y juzgamos todo – las vacaciones de este año con las del año pasado, nuestro automóvil con el del vecino, nuestra pareja con la de los amigos, y nuestro nivel de ingresos con el de otros colegas. Este es un proceso interminable, porque el resultado siempre es transitorio, y el triunfo de hoy puede ser la derrota de mañana. Al igual que el patito feo, que sufría porque no era como los demás, la comparación nos impide reconocer nuestra propia belleza.
De acuerdo a la Madre Teresa de Calcuta, si nos dedicamos a juzgar a otros, no nos queda tiempo para amarlos. Aceptar a todos nuestros personajes internos sin expectativas idealizadas facilita el desarrollo del amor incondicional hacia nosotros mismos y los demás.
A su vez, renunciar a entender no significa convertirnos en seres descerebrados, sino dejar de considerar al intelecto como el instrumento básico para nuestra aprehensión del mundo. La necesidad constante de comprender obstruye el contacto con nuestras vivencias, conduce al pensamiento recurrente y dificulta el desarrollo de otras funciones psíquicas, como la sensación y la intuición.
Nuestras ideas preconcebidas en cuanto a cómo debería ser nuestra vida nos impiden estar en el presente, vivirlo tal como es, y apreciar lo que nos puede brindar cada instante.
Reconocer nuestra multiplicidad nos permite renunciar a las identificaciones parciales y limitadas, y abre el camino para descubrir la riqueza oculta de la totalidad de nuestro ser.
martes, 16 de junio de 2009
Palabras - Diario La Nación, 12/06/09
Sólo podemos encontrar el amor en su morada íntima, nuestro propio corazón. El corazón, o chakra cardíaco, es el órgano que nos permite abrirnos a las demás personas y al mundo. Se lo considera la fuente del amor incondicional y la compasión, y al conectarnos con él absorbemos la energía necesaria para ingresar en los rincones más oscuros.
El amor incondicional es la capacidad de amar sin condiciones, preferencias o expectativas. Amar incondicionalmente no significa no poner límites cuando es necesario o apropiado, ya que eso no sería amor, sino sometimiento. Este tipo de amor implica la aceptación de las demás personas tal como son, aun cuando posean cualidades o caracteres que nos desagraden. Por otra parte, el amor incondicional bien entendido empieza en casa, con la inclusión amorosa de todos nuestros aspectos. El amor hacia uno mismo, con sombra incluida, se traduce luego en la capacidad de amar realmente a los demás.
La compasión es la atención al sufrimiento de otra persona, unida al deseo de ayudarla y contenerla. La palabra compasión significa padecer juntos, abrir nuestro corazón para sentir el dolor ajeno como si fuera el propio. No se trata de sentir lástima o tristeza, sino de la comprensión del corazón que también ha sufrido y que conoce el rol transformador del sufrimiento. Al igual que el amor incondicional, la compasión comienza a nivel interno, cuando somos capaces de sentirla por nuestro propio sufrimiento, nuestra ignorancia e ineptitud e, incluso, nuestra falta de compasión.
Alicia Schmoller se graduó como psicóloga en Buenos Aires y en Nueva York estudió Psicología Transpersonal. Además, mitos, arquetipos y un tema que apasionaba a Jung, la sombra, nuestra parte oscura. Publicamos un fragmento de su libro La sombra, Cómo iluminar nuestros aspectos ocultos.
El amor incondicional es la capacidad de amar sin condiciones, preferencias o expectativas. Amar incondicionalmente no significa no poner límites cuando es necesario o apropiado, ya que eso no sería amor, sino sometimiento. Este tipo de amor implica la aceptación de las demás personas tal como son, aun cuando posean cualidades o caracteres que nos desagraden. Por otra parte, el amor incondicional bien entendido empieza en casa, con la inclusión amorosa de todos nuestros aspectos. El amor hacia uno mismo, con sombra incluida, se traduce luego en la capacidad de amar realmente a los demás.
La compasión es la atención al sufrimiento de otra persona, unida al deseo de ayudarla y contenerla. La palabra compasión significa padecer juntos, abrir nuestro corazón para sentir el dolor ajeno como si fuera el propio. No se trata de sentir lástima o tristeza, sino de la comprensión del corazón que también ha sufrido y que conoce el rol transformador del sufrimiento. Al igual que el amor incondicional, la compasión comienza a nivel interno, cuando somos capaces de sentirla por nuestro propio sufrimiento, nuestra ignorancia e ineptitud e, incluso, nuestra falta de compasión.
Alicia Schmoller se graduó como psicóloga en Buenos Aires y en Nueva York estudió Psicología Transpersonal. Además, mitos, arquetipos y un tema que apasionaba a Jung, la sombra, nuestra parte oscura. Publicamos un fragmento de su libro La sombra, Cómo iluminar nuestros aspectos ocultos.
domingo, 12 de abril de 2009
EL SENTIDO DE LAS CRISIS
(adaptado de mi libro: La Sombra – cómo iluminar nuestros aspectos ocultos y publicado en concienciasinfronteras.com - revista virtual de España).
El ego considera que podemos controlar nuestra vida de acuerdo a sus preferencias. En consecuencia, ordenamos nuestros días mediante una serie de hábitos y costumbres, suponiendo que todo se mantendrá igual mientras así lo deseemos.
Cuando sobreviene algún acontecimiento imprevisto, el equilibrio que supimos conseguir se pierde, requiriendo modificaciones que a veces resultan relativamente sencillas de efectuar. Sin embargo, existen circunstancias en que la vida cotidiana se ve alterada de manera drástica, y nos sentimos perdidos, abrumados y desbordados: estamos en crisis.
Existen dos tipos de crisis. Las crisis evolutivas son aquellas por las pasamos todos los seres humanos. Estas son las transiciones esperables de la vida: el nacimiento, la pubertad, el ingreso en la mediana edad o la vejez... Por el contrario, las crisis circunstanciales son súbitas e inesperadas. Una enfermedad, el divorcio, el fracaso de algún proyecto, la pérdida del trabajo o de un ser querido nos obligan a tomar conciencia de que el ego y nuestra voluntad consciente no controlan al mundo, tal como lo demuestra claramente la crisis internacional actual.
Toda crisis brinda la posibilidad de evolucionar. Cuando un suceso repentino nos obliga a abandonar nuestros hábitos cristalizados, se activa un potencial insospechado. La teoría del caos sostiene que existe un orden subyacente en lo que parece ser caótico, y que los sistemas caóticos se caracterizan por una gran capacidad de adaptación al cambio. Lamentablemente, no ocurre lo mismo con los seres humanos, y a la mayoría de las personas les resulta sumamente difícil renunciar al orden establecido para adaptarse a la forma aparentemente desorganizada en que suele presentarse lo nuevo.
La capacidad para efectuar los cambios necesarios varía. Algunas personas pueden convertir el plomo en oro y, logran, justamente debido a una crisis, realizar una gran transformación. Otras, en cambio, poseen un talento para la alquimia inversa, y convierten al oro potencial en plomo: se instalan en el resentimiento y el rol de víctimas, culpando a otros - su pareja, sus hijos, su mala suerte, la sociedad corrupta, o Dios – por las desdichas que les ocurren.
Las crisis revelan aspectos desconocidos de nuestro ser. Tendemos a identificarnos exclusivamente con nuestros deseos conscientes, y nos cuesta comprender que todas las circunstancias de nuestra vida son una expresión de las diferentes dimensiones de nuestro ser. Así, cada acontecimiento que nos sucede es algo correcto y apropiado desde una visión espiritual más amplia. Le agrade o no al ego, toda experiencia es absolutamente necesaria para poder evolucionar.
Con frecuencia pasamos por una situación que inicialmente nos parece terrible, pero con el correr del tiempo, descubrimos sus ventajas y beneficios. Por ejemplo, pese a constituir una aparente desgracia, la disolución de una empresa familiar puede liberar a una persona para seguir su camino individual y dedicarse a alguna actividad postergada.
Enfrentado con una situación dolorosa, el ego se enfada y pregunta: “¿Por qué me tiene que suceder esto justo a mí?”, cuando en realidad cabría preguntarnos por qué creemos que deberíamos estar exentos de nuestra cuota personal de dolor. Tenemos la opción de sufrir y lamentarnos por lo que nos sucede, o aceptar que el dolor es una parte inevitable de la vida y aprender de cada experiencia.
Una crisis representa tanto un peligro como una oportunidad. El peligro es seguir aferrados a lo conocido; la oportunidad es abrirnos a lo desconocido, descubrir recursos nuevos e ingresar en una etapa de mayor madurez.
Renunciar no es sencillo. Un pollito debe realizar un gran esfuerzo para salir del cascarón, pero si alguna persona se compadeciera del pobre animalito y lo ayudara en su ardua labor, éste no sería capaz de sobrevivir, ya que su esfuerzo lo fortalece para enfrentar la vida. Lo mismo sucede a nivel humano: las experiencias difíciles nos obligan a salir de la zona de confort para desarrollar fortaleza y resiliencia.
No hay expansión de conciencia sin dolor. El dolor nos permite crecer y trascender la conciencia infantil, que se rige por el principio del placer, y que cree que todos sus deseos deben ser satisfechos de inmediato.
El budismo sostiene que la causa del sufrimiento es el apego. Generalmente nos adherimos al pasado, a lo que deberíamos dejar atrás. Lo desconocido causa temor porque implica lidiar con la ignorancia, la torpeza y la posibilidad de fracasar. No obstante, el fracaso es una experiencia imprescindible que nos ayuda a madurar y a ser humildes, mientras que el éxito constante nos mantiene en un estado de superficialidad y omnipotencia. Todas las personas sabias han conocido la derrota y han aprendido de ella.
Las crisis conducen a un estado de emergencia emocional. Si bien pueden contribuir a nuestra evolución espiritual, es necesario tolerar las emociones concomitantes. Hay personas que se niegan a vivenciar sus emociones y que realizan una especie de “bypass espiritual”, recurriendo a la religión o a alguna práctica espiritual para escapar de lo que sienten.
En muchas tradiciones religiosas, el cuerpo ha sido considerado una fuente de impulsos y pasiones peligrosas. Sin embargo, el espíritu no es algo desencarnado que existe en una supuesta nube en el cielo: vive en cada célula de del cuerpo, y la espiritualidad genuina debería incluirlo y darle la misma importancia que le otorga a las demás dimensiones de nuestro ser.
Tendemos a disociarnos del cuerpo y de su vulnerabilidad. Si bien la función de este mecanismo es protegernos del dolor, el resultado es que también obstruye las vivencias de placer.
Tenemos una serie de creencias negativas respecto de las emociones displacenteras que, por lo general, guardan poca o ninguna relación con la experiencia real. Nos resistimos a vivenciar nuestro miedo, cuando en realidad, esta emoción surge debido a la percepción de que no poseemos los recursos necesarios para enfrentar una situación determinada, y nos permite descubrir que hay cualidades que necesitamos desarrollar. Negamos nuestro enojo, que suele encubrir al dolor, y nos ayuda a registrar que nos sentimos frustrados y heridos. Escapamos de nuestra tristeza, creyendo que nos tragará cual agujero negro, y reprimimos el deseo de llorar suponiendo que nos derretiremos en un mar de lágrimas. En tal sentido, los tres estados de la materia - sólido, líquido y gaseoso - sirven como metáfora para comprender que las emociones “sólidas” (esto es, contenidas y cristalizadas) necesitan pasar al estado líquido - las lágrimas - para luego evaporarse.
La resistencia genera persistencia, mientras que lo que se procesa, cesa, o al menos, se modifica. Cuando nos permitimos sentir una emoción, ésta se transforma - ninguna es permanente, salvo cuando la evitamos-.
La confianza en nuestros recursos y en la sabiduría de la vida nos ayuda a atravesar las crisis. Cuenta una historia que un viejo campesino sabio vivía en la China con su único hijo y con un caballo que un día escapó. Al enterarse, su vecino se acercó y le dijo: “¡Qué terrible que hayas perdido a tu caballo!”. El campesino se limitó a responderle: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”. Pocos días después, el caballo regresó trayendo consigo seis caballos salvajes. El vecino, entusiasmado, le dijo:”¡Qué suerte que tienes ahora al tener tantos caballos!”. El anciano volvió a decirle: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”.
Cuando su hijo intentó montar a uno de los caballos salvajes, se cayó y se quebró una pierna. Nuevamente se acercó el vecino, diciéndole: “¡Qué mala suerte ha tenido tu hijo al lastimarse de esta forma!”, y el campesino repitió: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”. Una semana más tarde, llegaron los soldados del rey y se llevaron a todos los hombres de la aldea para luchar en la guerra, y el único que se salvó de ir al frente de batalla debido a su pierna herida fue el hijo del campesino.
Esta historia muestra que necesitamos aprender a confiar en los procesos y acompañarlos, en lugar de apresurarnos a sacar conclusiones prematuras sin tener noción del cuadro completo.
De alguna u otra forma, fuimos capaces de resolver todos los conflictos que en su momento nos parecieron algo terrible. Sin embargo, cada vez que surge una nueva dificultad, suponemos futuros catastróficos o aterradores que, por lo general, no ocurren.
Al respecto, es útil recordar la frase de Mark Twain, el famoso novelista: “Soy un hombre anciano, y he conocido infinidad de problemas, la mayoría de los cuales sólo existieron en mi propia mente”.
Las crisis son iniciaciones potenciales que suelen implicar un final, una pérdida o muerte simbólica. La superación de las crisis requiere la capacidad para la renuncia, cualidad prácticamente inexistente en el ego, que no soporta perder y que recurre a diversas estrategias para preservar el status quo.
Las crisis exigen un sacrificio, palabra que significa convertir algo en sagrado y ofrendarlo. Sacrificarnos y aceptar una pérdida es diferente de la resignación, que tiene un dejo de amargura. No se trata de resignarnos para seguir sufriendo, sino de una entrega que genera la posibilidad de ingresar en lo nuevo.
Por ejemplo, la ruptura de una relación de pareja suele ser una experiencia dolorosa, frente a la cual podemos reaccionar de diversas maneras. Tal vez experimentemos tristeza, ira, o la necesidad de echarle la culpa a la otra persona. A veces intentamos vengarnos, lo que nos provee de una falsa sensación de poder. En ocasiones, negamos lo que sentimos, cubriendo nuestro dolor con una máscara de indiferencia para decretar, al igual que el zorro en la fábula de Esopo, que “las uvas estaban verdes”.
Aunque el final de una relación puede hacernos creer que hemos fracasado, con el correr del tiempo podremos descubrir que una serie de cualidades personales que habíamos proyectado en la otra persona han pasado a formar parte del repertorio propio.
Muchas veces lo que una persona más teme resulta ser precisamente lo que más le permitirá evolucionar.
Todo final conduce a un nuevo comienzo. Luego de la pérdida de sus hojas durante el otoño, un árbol parece estar muerto, y sólo vemos un tronco y ramas secos. Sin embargo, en su interior ocurren procesos invisibles que le permitirán volver a florecer en la primavera.
Toda persona creativa sabe que antes de que emerja lo nuevo, existe un momento durante el cual no parece ocurrir nada, un período de quietud y vacío imprescindible para que la energía vuelva a acumularse en el inconsciente – este es el significado de la expresión “vacío fértil”.
Nuestro nivel de conciencia determina cómo vivenciamos cada situación. No podemos ejercer el control sobre las experiencias que nos ocurren, pero tenemos la posibilidad de elegir cómo responder a ellas.
Existen dos maneras de lidiar con los acontecimientos indeseados. La primera, la más habitual, es el intento de modificar la situación externa. La segunda opción es menos frecuente pero más enriquecedora, y consiste en modificar nuestras reacciones, lo cual requiere dedicación y práctica.
Cuando nos liberamos de la obstinación del ego por lograr lo que desea, podremos darnos cuenta de que nuestro ser interior sabe lo que realmente necesitamos, y se ocupa de generar las situaciones apropiadas para que logremos evolucionar.
El inconsciente registra patrones, y responde de igual manera frente a un acto simbólico y a un acto “real”. Hay actos simbólicos que podemos realizar para afirmar – hacer firme – la intención de modificar nuestra reactividad frente a los acontecimientos indeseados. Algunos de estos incluyen centrarnos, meditar, realizar actividad física para descargar el estrés, conectar con la naturaleza, llevar un diario personal en el que registremos nuestras reflexiones sobre los procesos que estamos transitando, tomar conciencia de todo lo que tenemos para agradecer y que generalmente damos por sentado, suponiendo que lo merecemos…
La crisis actual refleja la necesidad profunda que tiene la humanidad de realizar un cambio de valores. En lugar de caer en un estado de hipnosis colectiva plagado de creencias negativas, y en vez de suponer que estamos llegando al fin del mundo, precisamos darnos cuenta de que se trata del fin de una etapa, de un cambio de paradigma que nos permitirá desarrollar un nuevo nivel de conciencia.
Escribió Joseph Campbell en El Poder del Mito: “En el fondo del abismo surge la voz de la salvación. El momento de negrura es el momento en que está por surgir el verdadero mensaje de transformación. En el momento de mayor oscuridad, surge la luz”.
Esto me recuerda la frase de una gran amiga mía, que le fuera transmitida por su abuela: “Tal vez no puedas evitar que las aves del desaliento sobrevuelen tu cabeza, pero no permitas que aniden en ella”.
Si logramos tolerar la agonía que suele producir una crisis, en algún momento surge su resolución, las nubes negras se disipan y el sol vuelve a brillar.
En el ínterin, centrarnos exclusivamente en el momento presente, darle cabida plena a todo lo que sentimos, y saber que esto también pasará nos ayudará a atravesar la así llamada noche oscura del alma.
El ego considera que podemos controlar nuestra vida de acuerdo a sus preferencias. En consecuencia, ordenamos nuestros días mediante una serie de hábitos y costumbres, suponiendo que todo se mantendrá igual mientras así lo deseemos.
Cuando sobreviene algún acontecimiento imprevisto, el equilibrio que supimos conseguir se pierde, requiriendo modificaciones que a veces resultan relativamente sencillas de efectuar. Sin embargo, existen circunstancias en que la vida cotidiana se ve alterada de manera drástica, y nos sentimos perdidos, abrumados y desbordados: estamos en crisis.
Existen dos tipos de crisis. Las crisis evolutivas son aquellas por las pasamos todos los seres humanos. Estas son las transiciones esperables de la vida: el nacimiento, la pubertad, el ingreso en la mediana edad o la vejez... Por el contrario, las crisis circunstanciales son súbitas e inesperadas. Una enfermedad, el divorcio, el fracaso de algún proyecto, la pérdida del trabajo o de un ser querido nos obligan a tomar conciencia de que el ego y nuestra voluntad consciente no controlan al mundo, tal como lo demuestra claramente la crisis internacional actual.
Toda crisis brinda la posibilidad de evolucionar. Cuando un suceso repentino nos obliga a abandonar nuestros hábitos cristalizados, se activa un potencial insospechado. La teoría del caos sostiene que existe un orden subyacente en lo que parece ser caótico, y que los sistemas caóticos se caracterizan por una gran capacidad de adaptación al cambio. Lamentablemente, no ocurre lo mismo con los seres humanos, y a la mayoría de las personas les resulta sumamente difícil renunciar al orden establecido para adaptarse a la forma aparentemente desorganizada en que suele presentarse lo nuevo.
La capacidad para efectuar los cambios necesarios varía. Algunas personas pueden convertir el plomo en oro y, logran, justamente debido a una crisis, realizar una gran transformación. Otras, en cambio, poseen un talento para la alquimia inversa, y convierten al oro potencial en plomo: se instalan en el resentimiento y el rol de víctimas, culpando a otros - su pareja, sus hijos, su mala suerte, la sociedad corrupta, o Dios – por las desdichas que les ocurren.
Las crisis revelan aspectos desconocidos de nuestro ser. Tendemos a identificarnos exclusivamente con nuestros deseos conscientes, y nos cuesta comprender que todas las circunstancias de nuestra vida son una expresión de las diferentes dimensiones de nuestro ser. Así, cada acontecimiento que nos sucede es algo correcto y apropiado desde una visión espiritual más amplia. Le agrade o no al ego, toda experiencia es absolutamente necesaria para poder evolucionar.
Con frecuencia pasamos por una situación que inicialmente nos parece terrible, pero con el correr del tiempo, descubrimos sus ventajas y beneficios. Por ejemplo, pese a constituir una aparente desgracia, la disolución de una empresa familiar puede liberar a una persona para seguir su camino individual y dedicarse a alguna actividad postergada.
Enfrentado con una situación dolorosa, el ego se enfada y pregunta: “¿Por qué me tiene que suceder esto justo a mí?”, cuando en realidad cabría preguntarnos por qué creemos que deberíamos estar exentos de nuestra cuota personal de dolor. Tenemos la opción de sufrir y lamentarnos por lo que nos sucede, o aceptar que el dolor es una parte inevitable de la vida y aprender de cada experiencia.
Una crisis representa tanto un peligro como una oportunidad. El peligro es seguir aferrados a lo conocido; la oportunidad es abrirnos a lo desconocido, descubrir recursos nuevos e ingresar en una etapa de mayor madurez.
Renunciar no es sencillo. Un pollito debe realizar un gran esfuerzo para salir del cascarón, pero si alguna persona se compadeciera del pobre animalito y lo ayudara en su ardua labor, éste no sería capaz de sobrevivir, ya que su esfuerzo lo fortalece para enfrentar la vida. Lo mismo sucede a nivel humano: las experiencias difíciles nos obligan a salir de la zona de confort para desarrollar fortaleza y resiliencia.
No hay expansión de conciencia sin dolor. El dolor nos permite crecer y trascender la conciencia infantil, que se rige por el principio del placer, y que cree que todos sus deseos deben ser satisfechos de inmediato.
El budismo sostiene que la causa del sufrimiento es el apego. Generalmente nos adherimos al pasado, a lo que deberíamos dejar atrás. Lo desconocido causa temor porque implica lidiar con la ignorancia, la torpeza y la posibilidad de fracasar. No obstante, el fracaso es una experiencia imprescindible que nos ayuda a madurar y a ser humildes, mientras que el éxito constante nos mantiene en un estado de superficialidad y omnipotencia. Todas las personas sabias han conocido la derrota y han aprendido de ella.
Las crisis conducen a un estado de emergencia emocional. Si bien pueden contribuir a nuestra evolución espiritual, es necesario tolerar las emociones concomitantes. Hay personas que se niegan a vivenciar sus emociones y que realizan una especie de “bypass espiritual”, recurriendo a la religión o a alguna práctica espiritual para escapar de lo que sienten.
En muchas tradiciones religiosas, el cuerpo ha sido considerado una fuente de impulsos y pasiones peligrosas. Sin embargo, el espíritu no es algo desencarnado que existe en una supuesta nube en el cielo: vive en cada célula de del cuerpo, y la espiritualidad genuina debería incluirlo y darle la misma importancia que le otorga a las demás dimensiones de nuestro ser.
Tendemos a disociarnos del cuerpo y de su vulnerabilidad. Si bien la función de este mecanismo es protegernos del dolor, el resultado es que también obstruye las vivencias de placer.
Tenemos una serie de creencias negativas respecto de las emociones displacenteras que, por lo general, guardan poca o ninguna relación con la experiencia real. Nos resistimos a vivenciar nuestro miedo, cuando en realidad, esta emoción surge debido a la percepción de que no poseemos los recursos necesarios para enfrentar una situación determinada, y nos permite descubrir que hay cualidades que necesitamos desarrollar. Negamos nuestro enojo, que suele encubrir al dolor, y nos ayuda a registrar que nos sentimos frustrados y heridos. Escapamos de nuestra tristeza, creyendo que nos tragará cual agujero negro, y reprimimos el deseo de llorar suponiendo que nos derretiremos en un mar de lágrimas. En tal sentido, los tres estados de la materia - sólido, líquido y gaseoso - sirven como metáfora para comprender que las emociones “sólidas” (esto es, contenidas y cristalizadas) necesitan pasar al estado líquido - las lágrimas - para luego evaporarse.
La resistencia genera persistencia, mientras que lo que se procesa, cesa, o al menos, se modifica. Cuando nos permitimos sentir una emoción, ésta se transforma - ninguna es permanente, salvo cuando la evitamos-.
La confianza en nuestros recursos y en la sabiduría de la vida nos ayuda a atravesar las crisis. Cuenta una historia que un viejo campesino sabio vivía en la China con su único hijo y con un caballo que un día escapó. Al enterarse, su vecino se acercó y le dijo: “¡Qué terrible que hayas perdido a tu caballo!”. El campesino se limitó a responderle: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”. Pocos días después, el caballo regresó trayendo consigo seis caballos salvajes. El vecino, entusiasmado, le dijo:”¡Qué suerte que tienes ahora al tener tantos caballos!”. El anciano volvió a decirle: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”.
Cuando su hijo intentó montar a uno de los caballos salvajes, se cayó y se quebró una pierna. Nuevamente se acercó el vecino, diciéndole: “¡Qué mala suerte ha tenido tu hijo al lastimarse de esta forma!”, y el campesino repitió: “¿Qué es bueno, qué es malo, quién sabe?”. Una semana más tarde, llegaron los soldados del rey y se llevaron a todos los hombres de la aldea para luchar en la guerra, y el único que se salvó de ir al frente de batalla debido a su pierna herida fue el hijo del campesino.
Esta historia muestra que necesitamos aprender a confiar en los procesos y acompañarlos, en lugar de apresurarnos a sacar conclusiones prematuras sin tener noción del cuadro completo.
De alguna u otra forma, fuimos capaces de resolver todos los conflictos que en su momento nos parecieron algo terrible. Sin embargo, cada vez que surge una nueva dificultad, suponemos futuros catastróficos o aterradores que, por lo general, no ocurren.
Al respecto, es útil recordar la frase de Mark Twain, el famoso novelista: “Soy un hombre anciano, y he conocido infinidad de problemas, la mayoría de los cuales sólo existieron en mi propia mente”.
Las crisis son iniciaciones potenciales que suelen implicar un final, una pérdida o muerte simbólica. La superación de las crisis requiere la capacidad para la renuncia, cualidad prácticamente inexistente en el ego, que no soporta perder y que recurre a diversas estrategias para preservar el status quo.
Las crisis exigen un sacrificio, palabra que significa convertir algo en sagrado y ofrendarlo. Sacrificarnos y aceptar una pérdida es diferente de la resignación, que tiene un dejo de amargura. No se trata de resignarnos para seguir sufriendo, sino de una entrega que genera la posibilidad de ingresar en lo nuevo.
Por ejemplo, la ruptura de una relación de pareja suele ser una experiencia dolorosa, frente a la cual podemos reaccionar de diversas maneras. Tal vez experimentemos tristeza, ira, o la necesidad de echarle la culpa a la otra persona. A veces intentamos vengarnos, lo que nos provee de una falsa sensación de poder. En ocasiones, negamos lo que sentimos, cubriendo nuestro dolor con una máscara de indiferencia para decretar, al igual que el zorro en la fábula de Esopo, que “las uvas estaban verdes”.
Aunque el final de una relación puede hacernos creer que hemos fracasado, con el correr del tiempo podremos descubrir que una serie de cualidades personales que habíamos proyectado en la otra persona han pasado a formar parte del repertorio propio.
Muchas veces lo que una persona más teme resulta ser precisamente lo que más le permitirá evolucionar.
Todo final conduce a un nuevo comienzo. Luego de la pérdida de sus hojas durante el otoño, un árbol parece estar muerto, y sólo vemos un tronco y ramas secos. Sin embargo, en su interior ocurren procesos invisibles que le permitirán volver a florecer en la primavera.
Toda persona creativa sabe que antes de que emerja lo nuevo, existe un momento durante el cual no parece ocurrir nada, un período de quietud y vacío imprescindible para que la energía vuelva a acumularse en el inconsciente – este es el significado de la expresión “vacío fértil”.
Nuestro nivel de conciencia determina cómo vivenciamos cada situación. No podemos ejercer el control sobre las experiencias que nos ocurren, pero tenemos la posibilidad de elegir cómo responder a ellas.
Existen dos maneras de lidiar con los acontecimientos indeseados. La primera, la más habitual, es el intento de modificar la situación externa. La segunda opción es menos frecuente pero más enriquecedora, y consiste en modificar nuestras reacciones, lo cual requiere dedicación y práctica.
Cuando nos liberamos de la obstinación del ego por lograr lo que desea, podremos darnos cuenta de que nuestro ser interior sabe lo que realmente necesitamos, y se ocupa de generar las situaciones apropiadas para que logremos evolucionar.
El inconsciente registra patrones, y responde de igual manera frente a un acto simbólico y a un acto “real”. Hay actos simbólicos que podemos realizar para afirmar – hacer firme – la intención de modificar nuestra reactividad frente a los acontecimientos indeseados. Algunos de estos incluyen centrarnos, meditar, realizar actividad física para descargar el estrés, conectar con la naturaleza, llevar un diario personal en el que registremos nuestras reflexiones sobre los procesos que estamos transitando, tomar conciencia de todo lo que tenemos para agradecer y que generalmente damos por sentado, suponiendo que lo merecemos…
La crisis actual refleja la necesidad profunda que tiene la humanidad de realizar un cambio de valores. En lugar de caer en un estado de hipnosis colectiva plagado de creencias negativas, y en vez de suponer que estamos llegando al fin del mundo, precisamos darnos cuenta de que se trata del fin de una etapa, de un cambio de paradigma que nos permitirá desarrollar un nuevo nivel de conciencia.
Escribió Joseph Campbell en El Poder del Mito: “En el fondo del abismo surge la voz de la salvación. El momento de negrura es el momento en que está por surgir el verdadero mensaje de transformación. En el momento de mayor oscuridad, surge la luz”.
Esto me recuerda la frase de una gran amiga mía, que le fuera transmitida por su abuela: “Tal vez no puedas evitar que las aves del desaliento sobrevuelen tu cabeza, pero no permitas que aniden en ella”.
Si logramos tolerar la agonía que suele producir una crisis, en algún momento surge su resolución, las nubes negras se disipan y el sol vuelve a brillar.
En el ínterin, centrarnos exclusivamente en el momento presente, darle cabida plena a todo lo que sentimos, y saber que esto también pasará nos ayudará a atravesar la así llamada noche oscura del alma.
miércoles, 21 de enero de 2009
PRÓXIMOS TALLERES
La sombra del amor - Sevilla, 28 de febrero y Madrid, 7 y 8 de marzo.
La identidad femenina - Universidad de Sevilla, 4 de marzo.
La identidad femenina - Universidad de Sevilla, 4 de marzo.
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