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domingo, 14 de diciembre de 2008

La Pareja Interior

La ilusión del amor romántico. Tenemos un “libreto”, o imagen ideal previa, sobre las relaciones de pareja: una mujer y un hombre se conocen y se gustan. El hombre invita a la mujer a salir. Salen varias veces, se enamoran, se casan, y son felices para siempre.
Cuando iniciamos un vínculo, intentamos que sea exactamente como queremos: que el otro esté presente cuando así lo deseamos, que no nos moleste cuando elegimos estar a solas, que siempre nos escuche, nos contenga, nos proteja y mime, que esté dispuesto a ayudarnos a resolver nuestros problemas sin traernos demasiados problemas suyos, o, en caso de tenerlos, que acepte nuestras sugerencias para solucionarlos y las ponga en práctica inmediatamente.
Por supuesto, esto no ocurre...
Así, luego de la magia inicial, lentamente vemos que las cosas no son como esperábamos, y que comienzan a aparecer nubes en el paraíso idílico en el que creímos haber ingresado.
Cuando nuestro compañero o compañera no nos proporciona la dicha anhelada, es común suponer que nos equivocamos, y que esa no era la persona adecuada. En tal caso, volveremos a buscar a alguien que nos permita acceder de manera permanente al estado de bienaventuranza deseado; ello nos lleva a repetir el mismo proceso, sólo que con distinta compañía.

En la actualidad, el enamoramiento se ha convertido en el terreno donde intentamos encontrar el sentido trascendente de la vida. Pese a que nos cueste reconocerlo, el enamoramiento es una de las proyecciones más intensas y poderosas. Según Arthur Clarke, autor de 2001: Odisea del Espacio, la persona de la que estamos enamorados no existe: es una pantalla sobre la que proyectamos nuestros deseos, esperanzas e ilusiones. Por supuesto, si le comentáramos esta frase a cualquier persona enamorada, la rechazaría de inmediato. Su amada o amado es realmente todo lo que él o ella creen, y si alguien afirma lo contrario, seguramente se debe a que nunca estuvo enamorado, o a la envidia.
La alta tasa de divorcios en algunas culturas occidentales muestra el resultado de considerar al enamoramiento como base para una relación duradera. Si bien puede dar paso al amor, éste es un cimiento demasiado endeble para un vínculo perdurable
Debido a la proyección, el ser amado se convierte en depositario de cualidades maravillosas y excelsas que, por lo general, no posee, y no es posible amar verdaderamente a una persona cuyas características reales apenas conocemos.
No obstante, el enamoramiento no es un problema, sino una etapa con facetas positivas. Nos revitaliza, nos conecta con el entusiasmo y la pasión. La fascinación ejercida por el objeto de nuestro amor indica que se han activado aspectos inconscientes que vemos reflejados en él o ella que necesitamos descubrir a nivel interno.
Uno de los propósitos de la pareja es la expansión de nuestro corazón y nuestra conciencia, y por esta causa, toda relación reactiva los temas que no hemos resuelto a fin de que logremos ser conscientes de ellos.

El reconocimiento de los aspectos inconscientes proyectados – nuestra sombra - es un ingrediente fundamental en toda relación de pareja, y es preciso discernir entre el ser amado real y las proyecciones arquetípicas. De acuerdo a un relato en El Simposio de Platón, Sócrates y algunos de sus compañeros se reunieron en un banquete, y cada uno de los participantes daría un discurso sobre la naturaleza de Eros. Cuando llegó su turno, Aristófanes planteó que el ser humano originario era redondo, y tenía dos caras, cuatro brazos y cuatro piernas. Poseía gran fuerza y vigor, y los dioses del Olimpo, celosos de su poder, decidieron dividirlo en dos partes, una femenina y otra masculina, que desde entonces han buscado reunirse con su “otra mitad” - este es el origen del mito de las almas gemelas.
Buscamos nuestro complemento a nivel externo, en la pareja; no obstante, esta historia alude a un proceso psíquico interno. La atracción por otra persona representa la atracción por un aspecto inconsciente propio, y muchas veces, el compañero externo es tomado como sustituto de una experiencia interior.

Si bien solemos definirnos en función de nuestro género sexual, nuestra realidad psíquica indica que somos andróginos, palabra proveniente del griego andros: hombre, y gynos: mujer. Todos poseemos una imagen femenina y masculina interna, a las que Jung llamó anima y animus. El anima es la imagen arquetípica de lo femenino que existe en todos los hombres y que éstos proyectan en las mujeres; el animus es la imagen arquetípica de lo masculino que está presente en las mujeres y que es proyectada en los hombres.
Estos arquetipos configuran la representación inconsciente que cada persona tiene del otro sexo, y por lo tanto, ejercen una influencia poderosa en nuestras relaciones interpersonales.
Durante la primera etapa de una relación, se proyecta al anima y animus positivos. Esta proyección es relativamente sencilla de sostener mientras existe un estado infantil de fusión, similar al que experimentamos en el útero materno, y cada uno de los integrantes se siente totalmente aceptado, amado y contenido por el otro.
Cuando un hombre proyecta el aspecto positivo de su anima en una mujer, ésta le resulta encantadora y fascinante; lo mismo ocurre con la mujer que tiene proyectado el animus positivo en un hombre.
Sin embargo, como todo arquetipo, el animus y el anima tienen una cara luminosa y otra oscura. Cuando hace su aparición en escena el lado negativo del arquetipo, la mujer ideal se transforma en una bruja insoportable, y el príncipe azul se convierte en un sapo repulsivo. Se produce una crisis en el vínculo, que en ocasiones se intenta “resolver” mediante la infidelidad; en otras, conduce a la ruptura.

Las expectativas frustradas indican la necesidad de retirar nuestras proyecciones para relacionarnos con la realidad de los demás. Los conflictos que se manifiestan en la pareja son un espejo de nuestro mundo interno, y si logramos permanecer en la relación cuando la ilusión comienza a disolverse, surge la posibilidad de ingresar en una fase nueva, más profunda y enriquecedora. Así, el resquebrajamiento de la proyección nos obliga a bucear en nosotros mismos para descubrir allí lo que buscábamos obtener de la otra persona: protección, incrementar la autoestima, llenar el vacío interno...
Lamentablemente, vivimos con la sensación de que el amor está fuera de nosotros, que es algo que nos dan o nos quitan, un regalo, un premio, algo que merecemos o dejamos de merecer en función de que cumplamos con determinados requisitos (ser jóvenes, delgados, atractivos, inteligentes, exitosos, carismáticos, etc.)
El amor no existe afuera de nosotros: debemos buscarlo en su morada íntima que es nuestro propio corazón.
¿Quién si no yo puede aceptarme y amarme con todas mis características? ¿Quién si no yo conoce mi pasado, no para lamentarme, sino para sanar mis heridas? ¿Quién si no yo tiene en su poder el pasaje de ida y vuelta hacia lo profundo de mi corazón?
Cuando logro darme cuenta de que soy mi propia fuente de amor, todo cambia de dirección: yo soy responsable de transformarme y de darme aquello que espero del afuera.
Trabajar para construir la propia autoestima es un acto de amor, y este amor hacia uno mismo se traduce luego en una mayor capacidad de amar verdaderamente a los demás.
Como afirmó Virginia Satir, para que dos personas estén en contacto se requieren tres partes: cada uno en contacto consigo mismo, y cada uno en contacto con el otro.

Por otra parte, para que un vínculo sea enriquecedor, es preciso que los dos integrantes de la pareja estén dispuestos a la auto-indagación necesaria para reconocer su sombra y sus propios aspectos femeninos y masculinos.
La integración de lo femenino y lo masculino no puede ocurrir mientras nos identifiquemos con una parte y sigamos proyectando la otra – no sucede entre un hombre que actúa su aspecto masculino y una mujer que actúa su aspecto femenino, sino en el interior de cada hombre y cada mujer que hayan logrado ser conscientes de ambos.

Quizás seamos capaces de lograr así lo que tan sabiamente expresó Rilke: “Tal vez haya entre los sexos mayor grado de parentesco o afinidad que el que comúnmente se supone, y la gran renovación del mundo podrá consistir en que el hombre y la mujer, una vez libres de todo falso sentir y de todo hastío, ya no se buscarán mutuamente como seres opuestos y contrarios, sino como hermanos y allegados”.

domingo, 7 de diciembre de 2008

La máscara y la sombra - publicado en la revista Conciencia sin Fronteras, de Barcelona.



La palabra arquetipo proviene del griego arché, que significa primero, y typos: patrón o molde. El concepto de los arquetipos es antiguo y se relaciona con lo que Platón llamó formas ideales: los patrones que existen en la mente divina y que definen la forma que adquiere el mundo material. Para Jung, los arquetipos representan todo el potencial existente en la psique humana, una fuente de conocimiento inagotable sobre temas como la relación entre el hombre, el cosmos y Dios.

Los arquetipos o imágenes primordiales son la base originaria de todas nuestras experiencias y, al igual que los instintos, son una parte esencial que requiere ser expresada.

La sombra, nuestro lado oscuro, es uno de los arquetipos básicos con el que precisamos entablar un vínculo en el camino del auto-conocimiento.

Todos los seres humanos nacemos con la tendencia innata –o arquetípica- a desarrollar una sombra, compuesta por características personales que han sido rechazadas y reprimidas y que no registramos como propias, pese a percibirlas con gran claridad en el mundo externo.

Mencionar a la sombra suele generar rechazo y temor, ya que creemos que está poblada únicamente por aspectos negativos, que nos hacen sentir malos y culpables. Sin embargo, además de contener lo que hemos rechazado, reprimido o proyectado, incluye talentos y dones de diversa índole que aún no hemos desarrollado a nivel consciente.

La sombra no es algo patológico, ni algo que deba ser remediado: es una parte integral de la naturaleza humana. Referirnos a la sombra como nuestro lado oscuro no es un término peyorativo, sino que alude a que no está iluminada por la luz de la conciencia.


LA MÁSCARA
En el teatro griego los actores utilizaban una máscara – llamada persona - para ocultar sus verdaderas facciones y encarnar al personaje a representar.

La máscara personal comienza a desarrollarse en la infancia, en el seno de la familia. Nuestros padres nos indicaban que no fuéramos celosos, o egoístas, exigían que fuéramos siempre buenos y obedientes y, a fin de complacerlos y para obtener su amor, ocultamos todo lo que les desagradaba.

Este proceso continúa luego con otras figuras significativas - familiares, maestros, amigos… A medida que nos vinculamos con sectores cada vez más amplios de la sociedad en que vivimos, se produce una acomodación desde nuestra forma natural de ser hacia el cumplimiento con las reglas y demandas del mundo externo. Adoptamos ciertas cualidades, actitudes y conductas que conforman nuestra persona: máscaras que representan diversos roles y que excluyen otros aspectos que se convierten en parte de la sombra.

La máscara tiene su origen en las expectativas de la sociedad y/o la percepción que tenemos de éstas: es la forma en que nos mostramos frente a los demás, resaltando o destacando los rasgos propios que aceptamos y que, a nuestro parecer, nos proporcionarán el mayor grado de aprobación externa.

Esta “cara” que utilizamos para enfrentar al mundo es útil y necesaria. Nos permite ser identificados en base a características tales como nuestro estado civil, la actividad laboral y el estatus socio-cultural, y nos ayuda a funcionar de manera apropiada en distintas situaciones. Si debo acudir a una entrevista de trabajo, por más que me sienta triste, cansada o de mal humor, deberé ocultar mi estado de ánimo para mostrar una imagen que me permita desempeñarme exitosamente.

Es preciso tener en cuenta que el esfuerzo por proyectar la imagen deseada no es inocuo. Cuando no se posee una identidad sólida, existe el riesgo de quedar atrapados por la máscara y de definirnos básicamente en función de aspectos externos; frecuentemente, ello conduce a una dependencia excesiva de diferentes símbolos de prestigio y de poder.

Por otra parte, la máscara nunca refleja adecuadamente nuestra totalidad, y en consecuencia, no debería convertirse en una estructura rígida. La identificación exclusiva con algún aspecto –por ejemplo, el rol laboral o profesional- indica que sólo hemos desarrollado esa faceta, generalmente a expensas de otras.

Concentrarnos en parecer triunfadores frente al mundo externo puede encubrir el fracaso en otras áreas que descuidamos e ignoramos, hasta que se hacen presentes en forma de síntomas físicos, emocionales, mentales y/o espirituales.
Si no expresamos lo que subyace a nuestras máscaras, nos quedamos solos y aislados, con una profunda sensación de alienación. Adoptar únicamente características y valores que son aceptados socialmente lleva a la pérdida del alma, y es extremadamente nocivo para la realización personal: nunca lograremos acceder a nuestro ser esencial si quedamos adheridos a nuestro ser inauténtico.


LA SOMBRA
Nos encontramos con la sombra todos los días: cuando nos enfurecemos porque alguien nos decepciona, cuando rechazamos a una persona que ni siquiera conocemos, o idealizamos a otra.

Nuestras reacciones emocionales y los juicios que formulamos de manera automática e inmediata reflejan aspectos inconscientes propios, y si logramos reconocerlos, tenemos la oportunidad de conocernos más plenamente.

Para conocernos, o más bien, re-conocernos, necesitamos tomar conciencia de que todo lo que admiramos o rechazamos en los demás existe en nuestro interior.

Ello se debe a la proyección: el mecanismo de defensa inconsciente mediante el cual les atribuimos características propias a otros. Al proyectar, depositamos un aspecto interno en alguna persona o situación externa, y luego reaccionamos frente a ésta de manera positiva o negativa, con atracción o con rechazo.

La proyección puede ser empleada de dos formas diferentes. La primera consiste en culpar a otra persona por nuestras faltas –un jugador de fútbol aduce que no pudo marcar un gol durante un partido por culpa de sus compañeros, un estudiante suspende un examen y afirma que le “pusieron” una mala nota porque el profesor estaba de mal humor. En estas situaciones, se adopta una actitud infantil e inmadura para evitar hacerse cargo de la propia responsabilidad.

El otro tipo de proyección ocurre cuando les adjudicamos a otros seres nuestras actitudes y tendencias inconscientes. Esto ocurre en todo vínculo, pero podemos verlo con mayor claridad en la relación de pareja. Un hombre puede proyectar en su mujer su propia vulnerabilidad o su dependencia; una mujer puede proyectar en el hombre su inteligencia, su poder y su capacidad para tener éxito.

La técnica más útil y reveladora para descubrir a la sombra es observar nuestras reacciones hacia las personas, objetos y acontecimientos del mundo exterior.

La reactividad indica que nos hemos divorciado de una característica propia que deberíamos reincorporar; en cada caso, la intensidad de la reacción refleja el grado en que ese material “externo” existe a nivel interno.

Toda vez que sentimos una emoción intensa, es necesario identificar el aspecto personal que se ha activado; ésta no es una tarea fácil, ya que las emociones intensas no se caracterizan precisamente por inducirnos a la reflexión y la auto-indagación.
No obstante, ver qué o a quiénes despreciamos o idealizamos permite descubrir facetas personales que de otra forma no registraríamos. Si critico a alguna mujer por ser demasiado libre o demasiado reprimida a nivel sexual, convendrá explorar qué ocurre con mi propia sexualidad; si detesto a algún político por considerarlo mentiroso o corrupto, seguramente encontraré equivalentes internos para estas características.

Si hacemos una lista detallada de todas las cualidades que detestamos y que admiramos, obtendremos una descripción muy acertada de nuestra sombra.

Los aspectos que consideramos “negativos” cumplen una función dentro de nuestra estructura psíquica.

Tendemos a entablar una batalla con nuestras cualidades proyectadas cada vez que las encontramos, o creemos haberlo hecho, en alguna persona. Sin embargo, gran parte de lo que nos parece negativo es algo que en su momento sirvió para protegernos.

Una alternativa más sabia consistiría en intentar amigarnos con las características que rechazamos y comprender su sentido profundo. Habitualmente, la rigidez encubre un exceso de vulnerabilidad, la soberbia se asienta sobre una base de timidez y la avidez tiene sus raíces en el temor a la escasez. Las críticas, que a veces se deben a la envidia, sirven para compensar sentimientos de inferioridad inconscientes, intentando generarlos en otro/s.

Las cualidades repudiadas se transforman por medio de su inclusión y aceptación.

En lugar de rechazar lo que consideramos negativo, precisamos explorar su significado y su potencial. Si dejamos de reprimir nuestra ira, podremos conectarnos con el enojo saludable, que nos ayuda a expresar lo que sentimos, poner límites y lograr acuerdos.

El perfeccionismo contiene la capacidad para desplegar excelencia en lo que hacemos; el egoísmo puede enseñarnos a satisfacer nuestros deseos y necesidades, y el anhelo por el poder puede convertirse en liderazgo y servicio.

Los aspectos positivos de la sombra son virtudes y talentos que forman parte de nuestro potencial.

Una persona temerosa puede demostrar un grado de valentía sorprendente durante una emergencia, y una persona egoísta puede exhibir repentinamente rasgos de gran generosidad; en estos casos, la valentía y la generosidad son aspectos de la sombra positiva.

Admirar o envidiar a otros por sus aptitudes y talentos es una señal de que están espejando cualidades propias inexploradas. Muchas veces no se trata de lo que alguien hace, sino la forma en que lo hace, como atreverse a expresar sus ideas con firmeza y valentía. La actividad concreta no es importante, ya que puedo apreciar a un gran ajedrecista por su disciplina y dedicación y desarrollar esas características sin que ello implique dedicarme a jugar al ajedrez.

Curiosamente, a veces resulta más difícil aceptar la sombra positiva que la negativa; nos cuesta más percibir nuestra nobleza y ternura que nuestra indiferencia o crueldad debido a que nos hacen sentir expuestos y vulnerables.

La integración de la sombra es un requisito indispensable para la transformación personal. Descubrir a nivel interno las características que nos hacen reaccionar a nivel externo modifica nuestra actitud. Con frecuencia, y como “por arte de magia”, también suele producirse una modificación en la otra persona, y de pronto, nos damos cuenta de que no era tan irritante, desagradable o maravillosa como suponíamos. Aun cuando esto no ocurra, habremos eliminado o, al menos, disminuido nuestra reactividad.

La sombra nos muestra una perspectiva diferente a la del ego. Negarnos a aceptarla nos mantiene empequeñecidos y empobrecidos, conectados únicamente con un fragmento de nuestra totalidad. Por otra parte, cuando continuamos proyectándola, obligamos a otros a hacerse cargo de la oscuridad o de la luz que en realidad nos pertenecen. Una persona integrada es capaz de acarrear su propia mochila de cualidades positivas y negativas, liberando así a los demás de la carga de sus proyecciones.

Cuando reconocemos a la sombra, surge la posibilidad de desarrollar la auto-aceptación, la compasión y el amor incondicional para con nosotros mismos, elementos indispensables para la evolución personal y, eventualmente, para la transformación colectiva.

Es tarea de cada uno descubrir la propia sombra e iluminarla con la luz de la conciencia, y éste es un proceso que dura toda la vida. Independientemente de las distancias recorridas, en el camino espiritual nos encontramos siempre al comienzo...